Article by Peter Szok
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En un autobús de la ciudad de Panamá, el pintor Cristóbal Adolfo “Piri” Merszthal (1979-) ha diseñado una representación del Increíble Hulk. La imagen se deriva de una película y cubre la parte trasera del vehículo, cuyos lados y sección delantera están decorados con garabatos, zigzags y paisajes exóticos y con declaraciones que se jactan de su “power”, “stilo” y “talent”. El superhéroe tiene una cara rabiosa y sus brazos musculosos se extienden agresivamente desde la puerta de emergencia, como queriendo aplastar a un enemigo. Caricaturas y colores giran alrededor de la figura y contribuyen a su calidad contundente y llamativa. En el interior, reggaeton sale ruidosamente de un estéreo, y un silenciador estremece los autos a su alrededor con sus vibraciones violentas. El “Hulk-móvil” cuenta con una bocina de aire y crea un escándalo al llegar a una parada, sus frenos ensordecedores además haciendo su parte para contribuir a la apariencia potente. La creación de Piri es rimbombante y está diseñada para atraer atención hacia el vehículo que, como la mayoría de las unidades del transporte público, es un viejo autobús escolar, importado de los Estados Unidos y remodelado por artistas panameños. Cientos de estas galerías estruendosas circulan por las calles de la capital y se les conoce comúnmente como los “diablos rojos”. Su nombre proviene de las danzas coloniales que los españoles utilizaron para introducir el cristianismo en el istmo y que se bailan en fiestas religiosas con la actuación de demonios igualmente asombrosos. Hoy en día, la costumbre de los diablos rojos, cuya existencia se remonta por lo menos seis décadas, se enfrenta a su posible eliminación como consecuencia de los mismos factores que inicialmente habían alentado a su aparición. Los diablos rojos son un producto del caótico desarrollo urbano e, irónicamente, es este mismo entorno el que está impulsando su desaparición.
La guerra y la rumba: los comienzos ardientes
Los predecesores de los diablos rojos florecieron a mediados del siglo XX como resultado de la rápida expansión urbana y de las ineficiencias de los sistemas de transporte. En 1941, las autoridades panameñas cerraron el tranvía de la capital, que había funcionado por casi medio siglo. Tomaron esta medida mientras miles de soldados venían de los Estados Unidos para proteger el canal de un ataque del Eje. Una oleada de inmigrantes y campesinos panameños también llegó a la ciudad para participar en los numerosos proyectos de infraestructura asociada con las actividades de defensa. Durante la guerra, florecieron nuevas oportunidades, y los empresarios respondieron con la importación de vehículos para transportar a los nuevos habitantes urbanos. La población del distrito de la capital aumentó de 84.000 en 1930 a más de 133.000 en 1940. Creció otro treinta y uno por ciento en el curso de siguiente década. Aunque un número de grandes compañías de autobuses se establecieron en estos años, estas nunca fueron capaces de dominar el mercado, y así, las pequeñas empresas mantuvieron una presencia, luchando ferozmente por sus clientes. Sus conductores se hicieron notorios por su velocidad e imprudencia, mientras sus vehículos adquirieron asombrosas decoraciones que reflejaban los estilos de la época y reforzaban su posición frente a la competencia.
Con la presencia de los militares y otros forasteros, Panamá desarrolló una intensa vida nocturna con decenas de bares, cabarets y prostíbulos abriendo sus puertas en Colón y la capital. Músicos cubanos realizaban funciones en estos locales, junto con bailarinas y cantantes de tango, bandas de cumbia, magos y estrellas de ópera. La rumba se convirtió en el soundtrack de la capital, y sus éxitos resonaban a través de los tocadiscos y de las recién creadas emisoras de radio. Al mismo tiempo se establecieron nuevas salas de cine que entretuvieron al público con las exóticas producciones que eran tan típicas en ese momento. Inspirados por las películas tropicales, los clubes y la música cubana, los dueños de los autobuses contrataron a artistas autodidactas para adornar sus vehículos con coloridas imágenes alusivas a la rumba y la “moda primitivista”. Representaciones idealizadas del campo se hicieron comunes, junto con escenas de la playa, palmeras, jaguares y otros animales. Irónicamente, pinturas de los Alpes también se hicieron populares, ya que se pensaba que sus picos nevados ayudaban a refrescar a los pasajeros. Muchos de los artistas fueron hijos de inmigrantes que habían venido de Barbados, Jamaica y otras partes del Caribe. Ellos habían aprendido el oficio de pintar haciendo rótulos en la Zona del Canal que dependía, en gran medida, de trabajadores afro-antillanos. Estos pioneros establecieron una red de aprendizaje que encadena a Merszthal y sus contemporáneos con los decoradores de las chivas. Las chivas, que abundaban en la década de los cuarenta, eran camiones cubiertos con bancos a ambos lados, con una capacidad de llevar a doce clientes. Sus coloridos y numerosos adornos exhibían una calidad periodística. Al igual que el calipso y otros géneros de la música caribeña, explotaban el prestigio de la cultura popular, anotando sus cambios con los retratos de actores, cantantes, deportistas y otras celebridades. Un autor, que visitó Panamá durante la Segunda Guerra Mundial, se sorprendió al encontrar representaciones de Winston Churchill y Franklin Roosevelt en una chiva cautivadora.
Penacho y un estilo negro-popular
Los interiores de las chivas eran extravagantes, ya que exhibían una exuberante colección de recortes, baratijas y etiquetas. La zona que rodeaba el asiento del conductor era especialmente ornamental, reflejando la “sensibilidad collage” que se manifiesta en los altares de santería y en otros elementos de expresión afro-americana. De hecho, figuras religiosas aparecían con frecuencia en estos espacios, colocadas al lado de muñecas, plumas, juguetes e hilos de cuentas. Todo servía para fascinar a los clientes y enredarlos más en este espectáculo, cuyo magnetismo se incrementaba por el efecto de las bocinas, los silbatos y los mambos y boleros que se emitían por la radio. A veces los pasajeros escuchaban un partido de béisbol, los campeonatos de boxeo o las carreras de caballos y en otras ocasiones, se entretenían con una fascinante novela. Al igual que en un festival caribeño, el impacto de los vehículos fue multi-sensorial. Ellos combinaban varios elementos artísticos en una sola actuación y, como tal, dominaban los espacios públicos y cuestionaban las normas y las disparidades étnico-sociales. En su carácter fuerte y llamativo, proyectaban una identidad negra y obrera, oponiéndose a la dominación oligárquica. Los observadores frecuentemente comentaban acerca de sus cualidades y su capacidad para seducir e incorporar a todos, al igual que los rumberos cuando se pavoneaban sobre los escenarios para ganar a su público. Con sus ritmos complejos, las chivas rodeaban a sus espectadores, logrando disolver la distancia entre ellos y la presentación. Los pasajeros reaccionaban moviendo los pies o hacían comparaciones de las imágenes. Los estudiantes eran fanáticos de las chivas y esperaban pacientemente la llegada de su favorita, que normalmente se identificaba por un nombre tomado de una canción o de una película famosa. En la década de los setenta, el gobierno militar involuntariamente aumentó el número de estos vehículos. En medio de una serie de medidas populistas, el estado disolvió las principales empresas de transporte y abrió el sistema más a los pequeños propietarios que usaban casi exclusivamente los autobuses escolares. Los diablos rojos entraron en su época de oro y se hicieron los “dueños de la calle”, convirtiéndose en el aspecto visual más dominante de la capital.
Renovación urbana: ¿el exorcismo de los diablos rojos?
La suerte de los diablos rojos disminuyó a principios de los años noventa como resultado del mismo tumulto urbano que había apoyado su aparición. Estados Unidos invadió Panamá en diciembre de 1989, y los dirigentes civiles que sustituyeron a la Guardia Nacional empezaron a tomar nota del desorden de la capital, sobre todo mientras se preparaban para el cumplimiento del Tratado Torrijos-Carter (1977) y el cierre en 1999 de las últimas bases militares estadounidenses. Esto líderes modificaron sus planes económicos y percibieron el turismo como una nueva fuente de ingresos para reemplazar a los gastos de los soldados. Los diablos rojos se vieron como una vergüenza para un país que estaba aumentando sus esfuerzos para impresionar a los visitantes extranjeros. Los autobuses eran demasiado vulgares y anticuados para la élite con su visión de una ciudad moderna, y así medidas reguladoras se establecieron para controlar más de cerca el funcionamiento de estos vehículos, para eliminar su uso de imágenes y lenguaje ofensivos y para profesionalizar a sus trabajadores y prohibir su música. Óscar Melgar (1968 -), el decorador más importante de la última década, comentó amargamente sobre estos cambios, observando que los “diablos rojos sin la música, efectivamente no eran los diablos rojos”. Muchos conductores estaban de acuerdo y tocaron su reggaeton, bachata y salsa fuera del alcance del oído de los funcionarios. Mientras tanto, el estado extendió crédito a inversionistas para que importaran equipo más moderno. La idea era reemplazar a los diablos rojos con lo que se conocían como las “neveras”. Las “neveras” eran autobuses de marca Hyundai que, con sus aparatos de aire acondicionado, tendían a congelar a sus pasajeros, acostumbrados al clima caliente del istmo. La mayoría de los Hyundai terminaron rotos y desechados en los depósitos de chatarra, como eran incapaces de soportar los duros caminos de la ciudad. El impulso para el cambio, sin embargo, continuó, especialmente después de un accidente en el 2006, que cual cobró la vida de dieciocho personas. Aunque este caso no involucró a un diablo rojo, incrementó la atención negativa contra la industria y la preocupación legítima del público, su disgusto por la conducción imprudente y sus dificultades en trasladarse por la capital.
En mayo del 2008, el gobierno de Martín Torrijos anunció su determinación de eliminar los diablos rojos y reemplazarlos con un sistema de autobuses articulados. Su sucesor, el Presidente Ricardo Martinelli, rápidamente desechó este plan en favor de un sistema de metro que será combinado con una red de vehículos operados por una corporación privada. Por supuesto, aun cuando estas ideas parecen estar marchando adelante, no confirman el fin definitivo de los diablos rojos. Las piqueras de la ciudad de Panamá están llenas de los restos de reformas anteriores, y queda por verse si ésta será implantada en su totalidad. No es sorprendente que ya ha habido una serie de “atrasos” en su ejecución. Mientras tanto, los artistas que tradicionalmente han pintado los diablos rojos están descubriendo otras salidas para su talento. Siempre han trabajado en restaurantes, hoteles, bares, peluquerías y otros negocios que utilicen el arte popular como una forma de publicidad. Óscar Melgar se ha transformado en un pintor de estudio, trasladando la estética de los diablos rojos a los lienzos colgados en galerías. Piri encuentra trabajo ocasional embelleciendo vehículos particulares, taxis y hasta bicicletas. La tradición de los diablos rojos siempre ha estado ligada al comercialismo y es probable que se ajuste a los cambios y se manifieste de otra manera significativa. La creatividad de los pintores y los males del desarrollo aseguran la posibilidad de este resultado.
PETER SZOK is associate professor of history at TCU in Fort Worth, Texas.
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